EVOCACIONES DE VIVENCIAS NAVIDEÑAS
EVOCACIONES DE VIVENCIAS NAVIDEÑAS
Por: Leonora Acuña de
Marmolejo, IWA & Peace Activist
Como suele ocurrir, el agonizante otoño deja sobre el prado
su alfombra de hojas no ya de suave tersura y de esplendoroso
colorido, sino crujiente y de opaco aspecto. Para dar paso a las
decoraciones del místico diciembre cuando este se avecina, es
preciso dejar el suelo libre, despejado de vestigios autumnales a fin
de “entronizar”-digámoslo así-, los símbolos navideños que
tánto regocijo nos traen ya que representan la celebración del
más grande acontecimiento de nuestra religion católica, como lo fue
la venida del Mesías, que marcó una nueva era en nuestra historia.
Pues bien: en aquel languideciente y aún tibio día de otoño,
limpiamos el prado una vez más de los últimos vestigios de la
temporada y nos dispusimos eufóricamente a celebrar la bella Navidad
que regocijadamente une con sus tradiciones a familias y amigos.
¡Cuánta felicidad sentí aquella mañana transparente y soleada al
ir a la caseta del patio posterior para sacar las cajas en las cuales
cada año, al final de la temporada, solemos almacenar los adornos,
guirnaldas, coronas, estatuillas de Santa Claus, ciervos, conos de
pino, estrellas, moños de terciopelo, luces etc etc.!
Siempre he pensado que lo más genuinamente hermoso y
placentero, radica en las cosas más simples de la vida. Así lo
corroboré al ir descubriendo poco a poco y hasta con pueriles
admiración y euforia (como si se tratara de un mágico tesoro de
sorpresas agradables), arreglos e implementos casi olvidados tras de
un año del absorbente ajetreo del diario vivir.
Mi hija y yo, parecíamos un par de chiquillas alborozadas cada
vez que ante nuestros asombrados mas halagados ojos, “descubríamos”
algo “nuevo” envuelto cuidadosamente entre papel de seda o espuma
plástica. Tras de esparcir jubilosamente todos estos ornamentos que
serían luego organizados adecuadamente y colocados bien fuera en el
jardín exterior, o adentro en puertas, ventanas, escaleras,
mesitas o vitrinas, sacamos otra caja (que solemos guardar
celosamente dentro de la casa como un tesoro), conteniendo la más
preciada colección progresiva de las fotos de la familia; fotos que
cada año hemos venido tomando; que registran momentos inolvidables,
y que harán historia para las generaciones posteriores. ¡Cuánto
gusto sentimos al mirar allí a los chiquillos de años anteriores;
uno de ellos, por ejemplo: mi nieto Jason Kenneth -entonces de dos
años- (llorando desconsoladamente en brazos del Santa Claus en
alguno de los almacenes que promueven estas celebraciones), ahora,
convertido en todo un professional. !Increíbles las
transformaciones que el tiempo opera, mientras nuestra mente a veces
congela las imágenes en determinada época!
Entonces vino el inmenso placer de reemplazar los
portarretratos de la unidad de pared, por un collage con esta
entrañable memorabilia, que es de un valor insuperable dentro de
nuestra amorosa y unida familia, constituída inicialmente cuando
llegamos de Colombia (en 1.966), por mi esposo y yo, y nuestros
cuatro niños (la familia Marmolejo-Acuña). Al devenir de los años,
la familia se extendió al incorporarse a ella nuevos miembros de
ascendencia estadounidense y europea, formando la nueva generación.
¡Aquella primera Navidad aquí en New York, fue algo
esplendoroso! Mi marido y yo, llevamos a nuestros cuatro retoños (el
más pequeño entonces de menos de dos años), al famoso Rockefeller
Center . ¡Qué regalo para los ojos y para la fantasia!
¡Y qué fervoroso recogimiento y dicha sentimos también al visitar
la grandiosa catedral de San Patricio! ¡Fue algo inolvidable!
¡Cuántas cosas amables de gratísima recordación, tanto de
esta nuestra patria adoptiva, como también del suelo nativo que
habíamos dejado!
Ahora no podríamos rememorar la celebración navideña, sin
asociarla al olor fragante del pino, amén del de las castañas
horneadas que solemos comer acompañadas de un vinillo y galletitas,
mientras arreglamos el interior colocando coronas y guirnaldas aquí
y
allá; en el alféizar de la ventana de la sala, la villa y el
imprescindible Pesebre Navideño.
¿ Y qué decir de la evocación que viene a nuestra mente con
una mezcla ambivalente de melancolía y regocijo mientras escuchamos
los famosos villancicos de ingenuo y bucólico sabor con música de
flautas, cornetas, panderetas y maracas, que nos llevan a rememorar
nostálgicamente esas inolvidables fiestas navideñas en mi
preciosoValle del Cauca, en mi adorada patria Colombia?
Allá, esta celebración se daba sin mucha sofisticación,
dentro de la gran, admirable simplicidad de esos años, mas con un
profundo sentido religioso. Hablo del tiempo precedente a nuestra
llegada, cuando vinimos como inmigrantes para residir aquí -según
mis cálculos-, por unos dos o tres años mientras trabajando
conseguiríamos el dinero necesario para construir el edificio donde
continuaría funcionando el colegio “Eugenio Pacelli” que con
tánta devoción y amor había fundado yo, allá en el antiguo y
elegante barrio Versalles de Cali.
Mas no todo se da como lo planeamos, y a veces Dios, en su
infinita sabiduría, nos abre otros caminos, por alguna críptica
razón más conveniente. Como es de anotar, en este maravilloso y
amado país tuvimos puertas abiertas tan generosamente, que poco a
poco mis hijos y yo nos fuimos aculturando a él, sin olvidar por
supuesto nuestro amado país de origen, por el que a menudo, y como
es natural, me asaltaba una profunda melancolía. Así pues, nos
quedamos felizmente a vivir por siempre en esta “Tierra de
Promisión” a la que hemos llegado a amar profundamente, pues al
llegar la nueva generación, también echamos raíces aquí. Por la
época en que dejamos Colombia, se acostumbraba arreglar allá el
pesebre en movimiento, en un derroche de inolvidable rusticidad,
ingenuidad y fantasía que dajaba huellas inborrables en las mentes
infantiles, con la importancia de trascender perpetuamente como
tradiciones culturales, a las futures generaciones.
¡Cuánta nostalgia nos produce ahora el recordar el ambiente
impregnado del olor a canela, a clavos de olor y a nuez moscada de
los acostumbrados manjares (dulces en caldo, buñuelos, manjar
blanco, arroz con leche, hojaldres, y todas esas ricuras), que las
señoras de la casa preparaban con anticipación a la Nochebuena!
¡Y cuán dulce nostalgia al evocar su plácido ejetreo preparando
la mantelería y la vajilla de porcelana fina especial para las
grandes festividades como lo era el almuerzo de pascua que congregaba
a toda la familia ¿Y qué decir de la famosa y mística “misa de
gallo” en la que gracias al binomio, artificio y buena voluntad de
los parroquianos, a la media noche y ante las miradas arrobadas de
niños y adultos, “descendía” el Niño Dios por una cuerda
invisible desde el coro hasta el altar? ¡Faltaban ojos y sentidos a
las mentes de los seres fervorosos y bellamente ingenuos, para
percibirr en todo su mágico esplendor, este “prodigio milagroso”
mas de profunda raigambre religiosa!
Pues bien: aquel día, cuando terminamos de colocar todas las
decoraciones para la celebración navideña, vino con su madre a
visitarnos, mi nieta más pequeña Alexa Nicole, de un poco menos de
tres años de edad y nuestra dicha fue completa cuando gritó
jubilosa tras ver el Santa Claus en el jardín: ¡Jo, Jo, Jo! ¡Sata
hie! (Santa aquí) Claro que como dato hilarante debo ser sincera
y confesar, que a decir verdad, yo estoy celebrando Navidad desde el
mes de Julio (por lo menos), cuando ella ( a quien tengo el inmenso
placer de cuidar los martes), persiste en ver una y otra vez, la
cinta de Sésame Street “Elmo saves Christmas”, en la cual muy
exitosamente toma parte, la renombrada y destacada poetisa
norteamericana Maya Angelou…
Ahora cuando han transcurrido los años, puedo decir con
orgullo y satisfacción, que no solamente hemos conservado nuestras
viejas y bellas tradiciones sino que también hemos incorporado a
estas, las folklóricas de otros pueblos, amalgamándonos humanamente
a ellos como la comunidad mundial que el Mesías quiso que fuéramos,
cuando vino a la tierra en forma humana.